La ciencia política y la doctrina constitucional sostienen que la participación ciudadana debe alcanzar nuevos horizontes y que la toma de decisiones se tiene que abrir cada vez más para acercarse al sentir de los electores. Para ello se han instituido formas de democracia directa como la consulta ciudadana, la revocación del mandato, la iniciativa popular, entre otras.
Una consulta popular es un mecanismo directo de participación en el que la ciudadanía aprueba o rechaza una o varias propuestas planteadas con anterioridad sobre temas de interés público.
Como resultado de dos reformas constitucionales —en 2012 y 2014— al artículo 35 de nuestra Constitución, se han establecido las directrices para el ejercicio de la consulta popular y, por primera vez en la historia, la ciudadanía pudo participar el 1º de agosto en una consulta de temas de trascendencia nacional.
Mucho se ha dicho y criticado que la participación ciudadana fue escasa. Nuestra Carta Magna exige la participación de al menos el 40% de quienes integran la lista nominal de electores para que el resultado sea vinculatorio y sólo alcanzó el 7 por ciento. Pero, desde un análisis académico, este ejercicio democrático brinda cosas interesantes que pueden ser de utilidad para futuras consultas.
En primer lugar, en la pasada consulta el INE ha vuelto a hacer gala de su extraordinaria capacidad de organización al instalar más de 57 mil mesas receptoras de opinión y coordinar el trabajo de más de 285 mil funcionarios que estuvieron en aptitud de recibir la participación de los electores.
En segundo lugar, hay que tomar en cuenta que la consulta popular, en sentido estricto, no se trató de una actividad partidaria, sino de una práctica del Estado mexicano, puesto que en ella intervinieron los tres Poderes de la Unión.
En tercera, que, por cuestiones legislativas, la consulta popular se organizó en fecha muy cercana de las elecciones de junio y aunque en esta ocasión no había candidatos ni partidos apoyando, la poca participación es indicio de fatiga ciudadana.
Cuarta, que la pregunta era de difícil comprensión y que eso no ayudó a que la ciudadanía entendiera con claridad qué cosa era lo que se le preguntaba y qué consecuencias tendría su participación.
Se había dicho que se pretendía instalar una comisión de la verdad, para someter a los últimos cinco expresidentes, cuyas imágenes se difundieron como los actores principales hacia quienes fue dirigida la consulta.
A pesar del resultado no vinculatorio de la consulta, aún hay voces que insisten en la necesidad de hacerlo. Quizá valga la pena señalar —a fin de evitar equivocaciones conceptuales— que las comisiones de la verdad son organismos oficiales, no judiciales, y de vigencia limitada que se constituyen para esclarecer hechos, causas y consecuencias relativas a pasadas violaciones a derechos humanos.
Son una estrategia de justicia transicional que supone incluir políticas de reparación, acciones penales y reformas institucionales, con miras a una transformación política y social.
La academia ha identificado los objetivos principales que deben tener esta clase de instituciones: el primero de ellos es la búsqueda de restauración de los cimientos morales de la sociedad para identificar y atender las causas de las violaciones, con el fin de prevenir su futura repetición; y el segundo, que se tenga el objetivo explícito de promover la reconciliación nacional, para que, de una vez por todas, se superen los conflictos con el pasado y se pueda ver hacia adelante y construir un mejor futuro.
Y nada de eso ha dicho nunca con claridad.
Como Corolario la frase del filósofo francés Joseph-Antoine-René Joubert: “Como la dicha de un pueblo depende de ser bien gobernado, la participación ciudadana pide una reflexión profunda”.