El rencor social es uno de los sentimientos más destructivos de la sociedad mexicana. Están por entenderse las causas. Se fue incubando gradualmente y ha sido determinante en la actitud y conducta de la mayoría de los mexicanos, y explica, en buena parte, que la derrota de quien gobierna sea la constante, no del todo malo, sí cuando se abrazan proyectos irrealizables o engañosos. Sus expresiones electorales parten de la elección de gobernador de 2015 en Nuevo León; el voto desplazó a los dos partidos que habían dominado la escena política y un candidato independiente prevaleció con cómoda ventaja, aunque en cuestión de meses sobrevino el desencanto.
De allí en delante han prevalecido el descontento y el rechazo a la continuidad. El estado de cosas es fácilmente repudiado. Las mayorías se muestran dispuestas a aceptar las promesas fáciles y, en el nivel presidencial, un mensaje de rencor social que se reproduce como campaña y ejercicio del gobierno. El presidente lo dice diariamente y muchos medios se hacen eco. No hay debate, escrutinio ni discusión pública que no sea la de algunas valiosas reflexiones editoriales con poco impacto social.
El rencor corrompe el alma porque invita al odio y también daña la voluntad para mejorar. Inmoviliza bajo la negación de lo que cada uno puede y debe hacer. Con frecuencia traslada a terceros culpa y construye sus propios monstruos a partir de sus necesidades emocionales. La respuesta negativa que provoca se rechaza como si fuera el interés avieso de quienes ve o inventa como enemigos de causa. El rencor invita a soluciones fáciles; su santuario son las intenciones, no las realizaciones.
Ser azuzador del rencor y odio es la falta mayor de López Obrador. En un entorno democrático la imagen del líder consiste en promover la concordia entre diferentes. Los enemigos son los que atentan contra la sociedad, los que comprometen la paz social y la convivencia pacífica, esto es, los criminales, los que niegan vida y dañan el patrimonio de las personas. A esos enemigos se les combate con la ley en la mano y para lo cual están los tribunales y los procesos judiciales desahogados en términos de civilidad, como son la presunción de inocencia y el debido proceso.
El ambiente de rencor propicia conductas antisociales. Por eso los líderes deben ser cuidadosos en su referencia. La sociedad mexicana está enferma, muy enferma. Solo así se explica el nivel de violencia en extremos impensables y la complicidad social con los delincuentes. En los lugares donde se mantiene al crimen a raya es porque hay un sistema de justicia confiable y fuerzas de seguridad que cuentan con el aprecio social, al ser garantía de protección y de certeza de derechos.
El crimen gana terreno y el presidente tiene una importante responsabilidad. El entorno no mata, pero sí propicia la criminalidad y la violencia. Por una parte, encender el odio y el rencor social y, por la otra, desacreditar a las leyes y a las instituciones en nada ayudan a una ciudadanía respetuosa del otro y de las normas, al abrir paso a las conductas antisociales. Además, si las autoridades incumplen con su responsabilidad de hacer valer la ley, de procurar justicia y de administrar bien el sistema carcelario, inevitablemente conducen a la ley de la selva, al imperio del más fuerte, del más cruel, del más decidido a imponer su voluntad y su derecho sobre los demás.
Ante las tragedias que día a día se acumulan y que amenazan a que la violencia extrema sea considerada como parte del paisaje o expresión de una nueva normalidad, es preciso recuperar conciencia de aquello que afecta los términos de convivencia pacífica y civilizada entre los mexicanos. Nada peor que faltar a la empatía hacia las víctimas y trivializar la herida profunda que deja el crimen y que se amplía con la impunidad.
Hay que evitar que la espiral del rencor se reproduzca en unos y otros. Es necesario un esfuerzo para entender lo excepcional del momento del país y, de manera conjunta, reencontrar un destino más humanitario, más generoso, más positivo. No es tarea de un partido ni de un proyecto político, sino de las personas en general; precisa sustraerse del enojo derivado del abuso y la agresión que a casi todos alcanza.