Federico Berrueto
La arrogancia es mala
compañera; y peor, lo es la ignorancia. La combinación de ambas es fatal,
fulminante para la buena conducción de la función pública. La suma hace que se
pueda ser cruel sin serlo y autoritario sin pretenderlo. La retórica
presidencial de las mañaneras lo lleva a tal situación: un Presidente sin
empatía a otras causas que no sean las propias. Una exacerbada intolerancia
hacia voces independientes o críticas. Una reiterada inclinación al pleito y
provocación hacia quienes no le son afines.
Las dificultades del país llaman
por un gobierno sensible, que escuche y que entienda el momento nacional. La
mayor parte de las dificultades y problemas nacionales vienen del pasado, no
son acreditables al gobierno en funciones. Pero lo que se hace complica y
agrava el panorama nacional, además se destruye mucho de lo bueno. El
presidente López Obrador ha renunciado a representar el todo y con el poder que
tiene se regocija en la polarización y el enfrentamiento. Así es y nada hay que
indique que vaya a cambiar. El Presidente ha declarado estado de guerra y el
enemigo es quien no se someta incondicionalmente, toda vacilación entre los
propios es traición.
La popularidad no es un fin,
sino un medio preciado y escaso para gobernar mejor. ¿Cuántas muertes se
hubieran evitado si el Presidente hubiera sido ejemplo en el uso del
cubrebocas? Una muestra de lo que la arrogancia y la ignorancia conllevan y que
han conducido a una tragedia nacional con una cuota de muerte atroz, quizás la
más elevada del mundo si atendemos a expertos. El Presidente no se conmueve y
lo hace ver cruel en ese y otros temas.
El Presidente es
contradictorio en extremo, un caso para el diván. Afirma ser liberal y es
conservador e intolerante. Dice respetar las libertades y como ningún otro
mandatario las compromete, especialmente la más sublime de ellas, la de
expresión. Señala que lo suyo no es el rencor y los hechos lo contradicen. Su
sentido republicano es claramente monárquico con fuertes tintes absolutistas.
No hay república sin respeto a los jueces, a la pluralidad política y a la
diversidad social; sin un Congreso que represente, sin un poder desconcentrado,
autoregulado por la transparencia y fiscalización autónoma e independiente.
El drama que se viene es que
el juicio de estos tiempos sobre el gobierno, las élites y la oposición no
derivará de las intenciones sino de los resultados. Desde ahora se advierte que
el país estará considerablemente peor al momento que concluya la presente
administración. Incluso en los dos temas de mayor fortaleza y credibilidad —lucha
contra la pobreza y la corrupción— las cuentas no darán para salvar cara, no se
diga para presumir.
El legado de la 4T habrá de
refugiarse en los propósitos y en la desgastada farsa de culpar al pasado por
las faltas propias. Queda la duda de cuántos mexicanos estarán decididos a
continuar en la fiesta del engaño. Tres años con popularidad presidencial
frente a los malos y trágicos resultados anticipan que no serán pocos. La
popularidad hace al Presidente rehén de sí mismo.