Los gobernantes acaban, pero el país sigue. Estos años se han vivido con particular intensidad. Es cierto, las cosas no serán como antes. No sólo por lo que ha ocurrido en la política y por la singularísima forma de gobernar de Andrés Manuel López Obrador. La pandemia ha dejado una influencia perenne e impactado fuertemente la vida social, familiar, económica y muchas cosas más. Los cambios profundos no devienen de visibles rupturas, sino del acumulado de pequeñas transiciones, algunas en un momento fundacional, otras de manera discreta, pero que en su conjunto van haciendo algo muy distinto, diferente respecto al pasado.
Apenas se supera la pandemia cuando otra catástrofe, ahora voluntaria, asoma en el devenir global: la guerra. Los rusos reclaman derecho histórico sobre sus vecinos, una vieja tradición que se remonta a siglos, por igual presente en la Rusia zarista que en la de los soviets y la de Putin; derecho territorial es el trasfondo, con la resistencia de vecinos y aliados. Las guerras de Europa de siempre han sido primitivas, violentas y territoriales; la disputa amenaza con desestabilizar un arreglo internacional precario, en el que muchas naciones se reacomodan ante el agotamiento de la democracia convencional.
La reducida destreza de quienes gobiernan el país no les permite advertir la magnitud de las amenazas, como ha quedado dramáticamente demostrado en la gestión de la pandemia; ni siquiera se concede el derecho básico a la información: la numeralia razonablemente precisa de fallecidos. Una sociedad indefensa no sólo frente el abuso del poder, cada vez más ostensible, también ante la incompetencia. Elites aplaudidoras o silenciosas, una oposición fracturada por la traición de unos y el oportunismo de otros. No existe ni siquiera un intento de narrativa para optar por algo distinto y mejor.
Quienes gobiernan se irán. Los problemas de viejo origen, como la desigualdad, la pobreza y la impunidad, causa de la venalidad y de la descomposición social, continuarán; también los de reciente factura: el encono social, la polarización y la exaltación a la mediocridad, entre otros.
Hay para pensar que el país de la democracia, por la ausencia de demócratas y de sentimiento colectivo de ciudadanía derivó en el oprobio de la corrupción. No es problema de la democracia, pero sí de los gobiernos y políticos que hicieron de su responsabilidad privilegio e indebida connivencia con el poder del dinero, incluso el de origen criminal. La democracia echó del poder a los corruptos, pero no hizo gobernar a los mejores, la venalidad persiste y ahora se agregan los horrores de la incompetencia, el engaño y la mentira deliberados ante una sociedad indefensa, como muestra la aceptación popular del mal gobierno.
La vigente situación continuará por poco más de dos años, en medio del encono, la división de los mexicanos, la incertidumbre y, posiblemente, con una guerra que alteraría la endeble estabilidad del costo de la vida. Preocupante el futuro que se vislumbra. Hay una excesiva confianza de unos y otros en el relevo del gobierno. La polarización lleva a creer que este es la madre de todas las batallas; pero los problemas viejos y nuevos continuarán, y la sociedad será rehén del anhelo de mejorar ya no sólo en el México imaginario del gobierno populista, sino en la realidad, lo que puede originar expresiones de desencanto impredecibles para el mañana.
Efectivamente, el relevo en el gobierno por sí mismo poco resuelve. La democracia sirve para echar del gobierno al corrupto o al incompetente, sin que necesariamente abra la puerta a los mejores. La tarea no será únicamente de los que pretenden ganar, de uno u otro lado, sino de todos. Ha llegado el momento de que cada cual, desde su propio espacio, desde su propia trinchera, cuestione qué corresponde hacer en un esfuerzo colectivo e incluyente que inicie en la propia casa.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto