Poco a poco el presidente López Obrador va haciendo ajustes en el equipo. Aunque los cambios obedecen a razones distintas, todos atienden al propósito de fortalecer la cohesión de su propio entorno. Hay mayor control. Ejemplo reciente: el reemplazo de Santiago Nieto, de al menos, lealtad discutible, por Pablo Gómez, consistente y probado compañero de ruta.
Las dos dependencias formalmente más poderosas han cambiado de titular. La Secretaría de Hacienda, fortalecida por un funcionario con sólidas credenciales profesionales, acompañadas de una reputación reconocida en todos los ámbitos, Rogelio Ramírez de la O.
En la Secretaría de Gobernación se fue quien nunca debió estar y arriba el ex gobernador de Tabasco, Adán Augusto López, con conocimiento de los espacios de la política como el Congreso y los gobiernos locales, con oficio, y cercanía al presidente, a manera de recuperar su condición de articuladora de la política interior y coordinadora del gabinete. Que el nombramiento de Pablo Gómez como titular de la UIF se haya dado por Adán Augusto es mensaje.
También salieron las tres figuras más relevantes del equipo interno: Julio Scherer, Alfonso Romo y Gabriel García. Los dos primeros atienden más a razones propias; el tercero a la incapacidad de articular los programas sociales a las exigencias del proyecto político presidencial. Los tres siguen, de alguna forma, trabajando para el presidente.
Las dificultades y desafíos del presidente son las de todo mandatario en la segunda mitad de gobierno: advertir que el tiempo es el adversario mayor para la consolidación del proyecto y la necesidad de mantener la unidad y la disciplina, a manera de dar continuidad ante el proceso sucesorio. Son momentos de mayor poder y de mayor debilidad. López Obrador parece entenderlo mejor que sus antecesores.
Efectivamente, Peña Nieto no supo leer la elección intermedia. Continuó alegremente por la senda de la frivolidad y de la corrupción desbordada hasta en el círculo más cercano. No midió el descontento social ni las limitaciones propias para contenerlo. Los aduladores interesados fueron la corte. Por eso no se entendió que las doce elecciones de 2016 serían el anuncio inequívoco de que el enojo social cobraba furioso curso en el voto de rechazo. A pesar del mensaje, Peña Nieto creyó o más bien Videgaray le hizo creer que con un candidato más próximo al PAN que al PRI competiría con posibilidad, José Antonio Meade. No entendió la magnitud, las causas ni las razones del descontento. El desastre se escribió con años de anticipación.
López Obrador sí advierte las dificultades del entorno y la incertidumbre. De ahí su enojo e impaciencia. Mención especial merece el llamado enérgico de atención al Secretario de Salud y al titular del INSABI por el desabasto de medicinas. Es un mensaje y una lección para el resto del equipo en cada una de sus responsabilidades, no habrá complacencia ante los malos resultados.
En otro plano está a las clases medias y a todo lo que se les asocia. Al presidente se le presenta el dilema de conducir a su gobierno para hacer lo que se pueda o domiciliarse en el ideal, el que finalmente es subvertido por lo de siempre: la ambición, la corrupción, el oportunismo y la deslealtad, causa de la defenestración del otrora favorito, singularmente, Santiago Nieto.
Se pierden las formas y la propaganda gana cada día más terreno. La cruzada contra la corrupción o la pobreza pasa más a las intenciones que a las realizaciones. Las obras públicas acusan retraso o muestran insuficiencias no previstas o advertidas al inicio. El presidente se refugia en la doctrina y menos en la funcionalidad para su proyecto, como muestra su mensaje en la ONU. Ante los problemas, la fuga se da hacia la política y el activismo de suyo propio; la revocación de mandato es la fiesta esperada y, de allí, las elecciones locales, para concluir en la presidencial de 2024. Un tránsito incierto y por camino minado.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto