Siempre que se producen asesinatos de alto impacto, los decibeles de los reclamos y las protestas alcanzan niveles ensordecedores, y el de los ejemplares sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín César Mora, no podían ser la excepción. Tampoco el guía de turistas Pedro Eliodoro Palma al que muchos mencionan para no verse mal, en un país donde todavía hay asesinados de primera y de segunda.
Lo ilustra este juicio: “Respetuosamente pido, señor presidente de la república, que revise su proyecto de seguridad pública, nuestro tono es pacífico, pero alto y claro, invitando a que las acciones de gobierno acaben con la impunidad; son miles los dolientes sin voz que claman justicia en nuestra nación. Los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”, dijo desde el púlpito el clérigo de Creel, Javier Ávila Aguirre, durante la misa de cuerpo presente para los asesinados el 20 de junio en Cerocahui, Chihuahua. También el abuso de la retórica, “la sangre de Pedro, Javier y Joaquín se une al río de sangre que corre por nuestro país”.
La expresión de Ávila Aguirre reproduce la puja por responsabilizar de todo lo sucedido e incluso hasta por suceder al presidente Andrés Manuel, por lo menos en materia de inseguridad, ignorando las atribuciones de los alcaldes y gobernadores, los poderes Judicial y Legislativo y el enjambre de órganos autónomos, incluida la CNDN. Retrocedemos a los tiempos del gran Tlatoani en todo su esplendor en una república federativa, sólo que por desgracia debido al cálculo político, pero también religioso y empresarial.
Qué bueno que la diversidad de las voces se expresen sin límites, pero el posicionamiento de la Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y el Caribe, leída por Luis Gerardo Moro, fue mucho más asertivo: “(…) sepan que no nos vamos a ir de la sierra Tarahumara; todas las personas, gobiernos, sociedad, empresarios e Iglesia tenemos una responsabilidad moral de tantos asesinatos y personas desaparecidas, y necesitamos ya hacer algo”. Cívica, señor.
Desde septiembre de 2004, en este espacio de diálogo –para eso es Acuse de recibo– se plantea que mientras la sociedad no tome en sus manos el problema de la inseguridad pública con medidas preventivas es imposible que la seguridad se abra paso al ritmo que la sociedad exige. Según expertos para que suceda un robo, asalto o secuestro, el ciudadano aporta la mitad con sus descuidos. Además porque son siglos de connivencia entra autoridades y crimen organizado. Recuérdese al exgobernador Sócrates Rizzo reconociendo que su partido, el Revolucionario, negociaba con los capos de las bandas. A Carlos Salinas protegiendo a Juan N. Guerra, el amigo de Raúl Salinas Lozano. A Vicente Fox organizando “desfiles militares” en localidades como Reynosa, Tamaulipas, después del niño ahogado, según denuncia de Arturo Solís.
La Conferencia del Episcopado Mexicano reaccionó con mucha energía, pero fue incapaz de hacer un deslinde con los confesores de los Beltrán Leyva y alegaron el “sagrado derecho de confesión” para negar la información a la Procuraduría General de la República. Para no hablar de la extendida práctica de las narcolimosnas, reconocidas por ministros de culto. Y las negociaciones en Guerrero del obispo de Chilpancingo, Salvador Rangel, con el crimen organizado para que “dejen votar a la población”. Lo que en mala hora pretende justificar Bernardo Barranco así: “Ante la ausencia del Estado, la Iglesia, que está presente en estos lugares apartados y abandonados, tiene un papel de mediación”. ¡Cínicos!