Italia, el país donde nacieron los viajes de placer, debate sobre cómo hacer regresar una industria vital económicamente pero mortal en términos de sostenibilidad y futuro.
Los primeros síntomas, todavía en dosis homeopáticas, pueden verse ya en el centro de Roma.
Los Museos Vaticanos lucen su inexorable cola donde la Santa Sede se divierte cociendo las almas de los pecadores a 37 grados en pleno julio. Las japonesas vuelven a cruzarse el mundo para fotografiarse vestidas de novia en el puente de Sant’Angelo; las barcas surcan el Tíber esquivando una plaga de nutrias, neveras y patinetes eléctricos de alquiler a la deriva río abajo.
Aquella taquillera del Coliseo, que acaba de salir del ERE, blasfema en romanesco de nuevo ante una fila de turistas polacos que empuja sin escuchar a una irritante guía con megáfono. La ciudad eterna recupera lentamente el paso. Puede oírse ya el ralentí de uno de sus principales motores económicos, tal y como les sucede a Venecia o Florencia, dependientes en vena de esta industria.
Pero resulta que nadie sabe, en cambio, si el mundo que conocimos antes de la pandemia volverá. Y mucho menos el de los cruceros, las aglomeraciones y las luces de neón del negocio de los viajes de masas: una de las industrias más golpeadas del mundo.
Hoy, es un tema que está en la mesa, la necesidad de revertir los males turísticos y generar un turismo sustentable.