Por Federico Berrueto
Es evidente que el presidente está solo. No escucha o ya nadie quien le diga una verdad incómoda para no despertar su ira. Sucede con las personas cuando están descompuestas del alma. Se escuchan a sí mismas y cuando hay poder de por medio, los allegados le dicen lo que quiere escuchar y alejan a quienes difieren. Nadie le puede decir que no y eso lleva al poderoso a la peor de las situaciones: ser enemigo de sí mismo.
López Obrador se propuso dos metas legítimas que lo arrollan y que son conflictivas entre sí: trascender históricamente como uno de los grandes presidentes y ganar la elección de su sucesión. Su visión del poder, de la presidencia y del país recrea la noción de los vencidos, por eso su incontenible revanchismo. No se propuso gobernar para reivindicar a los olvidados, a los marginales del sistema; fue la venganza a partir del rencor. Por eso su narrativa cala en muchos mexicanos que comparten tal condición. Hay que cobrársela a quien se oponga, porque es un emisario del pasado indeseable.
Ejemplo paradigmático, dramático y cruel es la embestida contra la activista y líder de opinión Amparo Casar. Se trata de un extremo de vileza que parte de una falsa hipótesis que nadie se ocupó de aclararle al presidente y que él dio por buena: que hubo corrupción cuando Pemex resolvió darle la pensión a ella y a sus hijos. El presidente por el agravio consignado por el quehacer cívico María Amparo, con perversidad impensable decidió divulgar datos sobre un asunto que merece obligado respeto y consideración. Se impuso un ánimo de venganza, la víscera y la crueldad.
Nadie se ocupó de decir al presidente que el reglamento de trabajo de personal de confianza de Pemex determina en su artículo 88 que el fallecimiento del trabajador, sin importar cómo ocurrió, da lugar al derecho de pensión a la familia. Esta disposición es inequívoca porque no presenta excepciones a recibir la pensión en los términos establecidos por dicho ordenamiento. Suficiente presentar el acta de fallecimiento para que el patrón proceda a cumplir su obligación. Por cierto, el acta no dice que fue un accidente, que además no era necesario para efectos de gestionar la pensión del caso.
El presidente dice que Héctor Aguilar Camín y María Amparo Casar se personaron ante el procurador Bernardo Bátiz para alterar el acta de defunción y determinar que había sido un accidente. El abogado Bátiz afirma no recordar tal encuentro. Ella lo niega rotundamente. El presidente se vuelve testigo de oídas de algo que no puede probar. Aun así, resuelve dar por cierta una evidencia que no puede sostenerse y a partir de allí señala que hubo un acto de corrupción y, por lo mismo, se siente autorizado a divulgar los datos protegidos del finado y de su familia. La vileza, la indecencia presidencial no conoce límites. Nadie, por razones legales o por simple decoro le señaló el error. Como es común en él, abunda una y otra vez en el afán de volver verdad lo que es falso, además de señaladamente cruel. Octavio Romero está en la cercanía presidencial ¿no se dio cuenta del error y del exceso? ¿prefirió el silencio, aunque el arrebato presidencial también a él arrastrara? ¿tan descompuesto está el entorno del presidente?
Al igual que en otros casos el presidente López Obrador se siente autorizado a quebrantar la ley y a romper las normas más elementales de la ética personal y pública cuando se siente agraviado. Ocurrió con la madre buscadora Ceci Flores, antes con la periodista del NYT Natalie Kitroeff y ahora, recientemente con Ma. Amparo Casar. Tres damas ejemplares en lo suyo a las que el presidente insulta en un exceso inaudito de infamia y abuso del poder.
Nadie hay cerca del presidente que le diga que su conducta compromete lo fundamental de sus pretensiones políticas. Sin duda complica a su candidata Claudia Sheinbaum, quien tiene que avalar los desplantes presidenciales en un momento en el que su opositora va al alza. También deja un registro histórico de una presidencia abonada en la indecencia, el abuso, la intolerancia y la ilegalidad. Nada aporta a las pretensiones presidenciales, simplemente es una radiografía de un hombre poderoso, aislado y, especialmente, con el alma enferma por el odio y el rencor, muy, pero muy lejos de la grandeza con vehemencia anhelada.