Por Federico Berrueto
Es común en opositores señalar que el objetivo de López Obrador es regresar al régimen político del pasado. La afirmación se robustece a partir de un régimen fundado en el partido hegemónico como instrumento de control de la vida pública por parte del presidente de la República. Sin embargo, cualquier estudio de ese entonces mostraría un cuadro muy complejo y una realidad social totalmente distinta a la del presente. El régimen que promueve López Obrador va mucho más allá, es radical y autoritario. No existe precedente al que pueda asociarse; remitirlo al pasado lleva a minimizar la amenaza que representa.
El sistema político autoritario del pasado debe entenderse en su génesis no sólo en sus efectos. No puede soslayarse su pragmatismo para ir cambiando gradualmente conforme se transformaba el país y el mundo, para construir instituciones y con el tiempo dar tránsito a un proceso negociado que llevaría a la democracia, con insuficiencias, igualmente, propias de su génesis, pero auténtica, además, sin rupturas, violencia o procesos socialmente traumáticos.
Nada de eso hay en el ejercicio del poder del presidente López Obrador, y su proyecto de régimen significa la distancia de ese pasado político pese a las semejanzas. El presidencialismo autoritario iniciado en los 30s por Lázaro Cárdenas era una manera de responder al caudillismo, darle capacidad al gobierno para emprender el programa social y, también, trascender la violencia en la disputa por el poder exacerbada al momento de la sucesión presidencial. El presidencialismo autoritario en el momento actual es eminentemente destructivo de muchos de los logros; además, de su fuerte pulsión de intolerancia al excluir a una existente pluralidad social y política de la representación institucional y del sistema partidista. La manera como se actúa y procesa la sucesión presidencial es acentuadamente desestabilizadora del régimen democrático.
La embestida contra las libertades, particularmente la de expresión, no guarda precedente y su factura no tiene qué ver con los temores del ogro filantrópico. Punto para destacar ha sido la militarización de la vida pública. En el régimen pasado hubo claridad del lugar que correspondía a las fuerzas armadas y para ello impulsó un proceso de institucionalización a partir de la convicción de que su elevada misión estaba en la salvaguarda de la seguridad nacional. Los militares llevaron a los civiles al gobierno; ahora los civiles los llevan al gobierno, con el alto costo de comprometer la insustituible tarea que la nación les encomienda.
Ciertamente, ambos regímenes comparten la vena antidemocrática y la prevalencia de la impunidad, pero la intolerancia del pasado no partía del dogma o de la superioridad moral, sino de una idea del estado y del gobierno ajena a las premisas del régimen democrático. No puede soslayarse que el reformismo de los 70′s dio lugar a una corrección progresiva de las inercias autoritarias hasta llegar a la institucionalidad democrática dos décadas después, inaugurada con el gobierno dividido en 1997 y con una tersa alternancia en la presidencia tres años después. Faltó, como ha señalado Fernando Escalante, un sistema de procuración justicia eficaz, independiente del gobierno y de los factores de poder, que se ha reproducido y acrecentado en este régimen con la politización de la justicia penal y de las instituciones del Estado contra el crimen.
El reloj del obradorismo corre en sentido contrario. Ninguna inclusión, ni siquiera marginal. Su propuesta de régimen posee todas las coordenadas del autoritarismo populista en un país urbano con clases medias relevantes, con una sociedad dispuesta a la apertura y a un creciente ejercicio de las libertades, con un dinamismo regional sin paralelo, con una economía centrada en la inversión privada abierta al exterior y al proceso de globalización y, singularmente, con la amenaza que representa el crimen organizado a la paz social, a la soberanía nacional y a la integridad de las instituciones de gobierno y de justicia.
El proyecto autoritario en el contexto actual plantea amenazas sin paralelo. Una parte remite a la destrucción de lo mejor que se ha alcanzado en décadas de esfuerzo, de lucha y con la participación de muchos. La personalización del poder conlleva la debilidad del Estado. Debe quedar en claro que no es un intento para regresar al pasado, sino un proyecto que en sus inercias conduce a la tiranía, en condiciones insondables de pulsiones autoritarias de quien dice estar dispuesto a dejar el gobierno… y en los hechos, no el mando.