La teoría de la constitución enseña que la división de Poderes fue concebida como una forma de equilibrar y limitar al poder político. En los sistemas presidenciales, como el nuestro, se instituyó la figura del informe presidencial, que algunos doctrinarios encuentran como un acto de legitimación del poder presidencial; en tanto que otros apuntan en la dirección contraria y lo ubican como un ejercicio de rendición de cuentas y de colaboración entre los órganos de poder.
Previsto por el artículo 69 de nuestra Carta Magna, el informe presidencial se debe presentar por escrito cada año ante el Congreso de la Unión, el mismo día de la apertura del primer periodo de sesiones ordinarias, manifestando el estado general que guarda la administración pública del país.
Con base en lo anterior, el titular del Ejecutivo federal envió al Congreso de la Unión el 1º de septiembre —a través del secretario de Gobernación recién nombrado— su Tercer Informe de Gobierno y unas horas antes ofreció desde Palacio Nacional un mensaje, donde destacó puntos interesantes.
Expuso, entre otros datos, los siguientes: al menos el 70% de los hogares está inscrito en un programa de bienestar o se beneficia del presupuesto nacional; están terminadas o en proceso de construcción 140 universidades públicas; se han recibido más de 103 millones de vacunas contra covid-19; han bajado la mayoría de los delitos del fuero común y federal, la economía crecerá alrededor del 6% este año, por citar algunos de los que más llaman la atención.
Los esfuerzos y afanes del Presidente de la República por favorecer a los pobres y combatir la desigualdad social presentan grandes retos por venir en la última parte de su gobierno.
La pandemia —aún padecida— nos recuerda la importancia permanente de temas vitales, como la salud y la educación, pues son componentes indispensables para mejorar la competitividad de un país y reducir las diferencias sociales. No es retórica discursiva, sino una realidad que los indicadores reconocen como detonadores del desarrollo.
De acuerdo con el Índice de Competitividad Estatal 2021, elaborado por el Instituto Mexicano para la Competitividad, se advierte una relación directa entre los niveles de escolaridad y acceso a la salud de la población, con la competitividad de cada una de las entidades federativas.
En nuestro país, el promedio de escolaridad en la población —de 25 años o más— es de 7.9 años. En la CDMX —la entidad con mayor escolaridad— el promedio es de 10.1 años, mientras que en Chiapas se registra de sólo 5.7 años.
Y es que México sigue siendo un país de marcados contrastes, pues también sostiene que el 60% de la población ocupada en Nuevo León tiene acceso a instituciones de salud, mientras que el mismo acceso sólo es posible para el 16% de ese segmento de la población en Chiapas: dos realidades en extremo diferentes.
Si aspiramos a un desarrollo duradero y sostenible, será porque hemos comprendido a cabalidad que es necesario saldar la deuda histórica que en materia de educación y salud tenemos, pues las desigualdades, los estigmas y las discriminaciones encuentran tierra fértil en el debilitamiento de estos derechos.
La lacerante realidad demuestra que los problemas de desigualdad social siguen vigentes, por lo que deberemos esperar que las políticas públicas del Estado se enfoquen en garantizar el acceso a los derechos humanos a la educación y salud, pues son ellos la puerta de entrada al pleno ejercicio de un catálogo mayor de derechos.
Como Corolario, la frase del Premio Nobel de Literatura José Saramago: “Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos”.