Andrés Manuel López Obrador tiene una extraña y poco convincente manera de marcar distancia sobre las cosas negativas de su gobierno y de los desaciertos de sus correligionarios. Extraña porque antes de llegar a ser presidente decía que éste todo lo sabía y todo lo podía. Poco convincente porque sus colaboradores hacen lo que se les ordena o lo que creen que es consecuente con lo que él espera de ellos. El presidente no puede deslindarse sin responsabilidad de lo que los suyos hacen.
Pronto se dio cuenta de las limitaciones de quien ocupa la Presidencia. El operativo para la detención de Ovidio Guzmán en Culiacán, Sinaloa, no fue de su conocimiento, a pesar de lo delicado del asunto. La realidad es que es materialmente imposible estar al tanto de todo, mucho menos cuando a López Obrador, al igual que a Enrique Peña Nieto, no se les da trabajar en escritorio. No hay acuerdos presidenciales con su gabinete y las reuniones mañaneras no son útiles para la conducción del gobierno, ni siquiera en materia de seguridad pública, como es evidente.
AMLO ahora debe de entender que es mucho lo que ignora y que sus colaboradores no siempre se conducen con verdad, sobre todo si el jefe no ofrece confianza para escuchar lo ingrato o lo desagradable. Lo peor de todo es que quienes más ganan en el ánimo del presidente son los que le dan por la suave o los que obedecen sin vacilar, de allí su debilidad por los militares. El presidente ha perdido buenos colaboradores precisamente por la cerrazón con que se conduce. Un elemental sentido de dignidad les obliga a salir del gobierno, no siendo el caso de los echados por ineficientes.
López Obrador tiene una muy equivocada idea de sí mismo y de su gobierno. Él se asume liberal, tolerante, dispuesto al diálogo. Nada hay de eso. Se le ve vengativo, sordo, autoritario, impositivo y rencoroso. El problema se agrava porque sus colaboradores actúan bajo esta suposición. Santiago Nieto ejerció su cargo oficiosamente en contra de las personas que pensaba el presidente repudiaba. El asunto del CIDE llegó muy lejos por esta misma consideración; la señora directora del Conacyt se asume leal seguidora del culto al líder. López Gatell y las autoridades de salud han puesto en crisis el abasto de medicinas por complacer los prejuicios presidenciales. Igual sucede con Manuel Bartlett respecto a las empresas privadas extranjeras del sector eléctrico. El presidente no advierte que sus subordinados le manipulan con información falsa y sesgada, y se evidencia en las comparecencias mañaneras; se va de la boca, luce ignorante y desinformado, y nadie en su círculo cercano le señala el error en que recurrentemente incurre.
Un presidente que no castiga al colaborador mentiroso se condena a reproducir la falsedad y el engaño. Sergio Carlos Gutiérrez Luna, titular de la Cámara de Diputados denunció a los consejeros del INE bajo la convicción de que cumplía con lo que López Obrador esperaba de él; éste tuvo que aclarar que no compartía tal postura para que se retractara. Una herida significante que muestra que los subordinados políticos actúan oficiosamente, a partir de la percepción de que su jefe es autoritario, intolerante y vengativo. A Gutiérrez Luna no lo movió una acción de justicia, sino de complacer al jefe.
López Obrador tiene oportunidad para entender que sus colaboradores no ven en él un mandatario tolerante, visionario y humanista. Todo lo contrario. Razón por la que se ha vuelto común utilizar la acción judicial penal como recurso para silenciar al disidente, someter al crítico o volver falso adherente al empresario o al líder civil. El gobernador de Veracruz es otro ejemplo.
Ciertamente, la retractación del presidente de la Cámara sobre la acción contra los consejeros del INE es una herida significante.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto